lunes, 2 de agosto de 2010

La Charca

A esa hora todo parecía desaparecer. En el patio solo se sentía el lejano chirrido de las cigarras o, a veces, el leve zumbido de algún moscardón. Me encantaba caminar por allí, curiosear dentro de los agujeros de los ladrillos en busca de arañas u hormigas. Solía meterme en la en la cochera y abrir uno a uno todos los cajones. Lo revolvía todo en busca de algo que hiciera cambiar aquella tarde tan silenciosa. Pero aquel día ya era distinto. Después de que mi abuelo acabara de dormir y yo de merendar y mis primos de estar en casa de sus abuelos, iríamos por el camino del horcajo. Normalmente solo lo recorríamos hasta el cruce o hasta que el abuelo nos mandaba a casa para cenar, pero esta vez íbamos a llegar mucho más lejos.

Mi primo llegó cuando aún ni siquiera había dado el primer mordisco a mi bocadillo. Comenzó reprochándome mi decisión de quedarme allí solo. Yo no pude contestarle coherentemente; nunca se me dieron bien las explicaciones y más cuando se trata de explicarle a alguien que no ha estado solo en su vida, el placer de la soledad. Al final todo quedó en un “tú mismo” y un alzamiento de hombros. El abuelo despertó a eso de las seis, lanzándose directamente a por el cubo donde tirábamos las sobras para las gallinas. Siempre me gustaba acompañar a mi abuelo al corral a darlas de comer, pero mi primo me convenció para que nos quedáramos a jugar a las cartas. La verdad es que nos cansamos pronto de jugar y aburridos nos quedamos esperando en la puerta trasera a que regresara mi abuelo. Llegó balanceando el cubo poco después. Cansados, preguntamos a la vez que cuando iríamos al camino. Él nos dijo que fuéramos a llamar a Patricia (mi otra prima), que cuando dejara el cubo y bebiera un poco de agua, comenzaríamos a caminar.
Empezamos los tres caminando rápido y con ganas, con mi abuelo a nuestra espalda paseando con las manos entrelazadas tras de sí. Pronto llegamos al cruce. En ese momento, los tres no paramos y miramos a nuestro abuelo para obtener una última aprobación. Su silencio y el hecho de que no se detuviera cuando se cruzó con nosotros, nos hicieron seguir de nuevo. Poco a poco descubrimos que aquel camino no se distinguía demasiado de los demás. A los lados se extendían los mismos campos y a lo lejos solo se distinguía el horizonte. No recuerdo bien como surgió el tema, pero cuando el paisaje dejó de ser novedoso comenzamos a recordar el invierno. Odiaba hablar sobre mi vida en el invierno. Llegaba al pueblo para olvidarme de la escuela y de mi vida gris, así que cuando llegaba mi turno de hablar de lo que sucedía en mi casa de Madrid, no podía evitar exagerar las cosas y adornarlas casi hasta el límite. Sobre todo cuando mi primo hablaba de cuando se fue con sus amigos a pescar o cuando casi le pilla una vaquilla en las fiestas del pueblo de al lado. Por mucho que me esforzara en superar sus andanzas, siempre hacía algo más y mejor que yo. Así recorrimos gran parte del camino, casi sin mirar lo que nos rodeaba. Ya estábamos todos cansados y decidimos dar media vuelta, pero mirando a lo lejos pude distinguir algo inusual. Les pedí a todos que miraran hacia allá para que confirmasen mi visión. Entonces mi abuelo dijo que aquello era carrizo y que lo más seguro es que fuera una charca. Los tres corrimos hacía allí sin esperar aprobación alguna. Pronto llegamos y pudimos ver que realmente era una gran charca. Estaba rodeada de juncos y fango, pero se podía acercar lo suficiente para ver si estaba seca o no. Mi abuelo llegó cuando ya estábamos recorriendo la charca alrededor suya. Numerosos chapoteos acompañaban nuestro recorrido, confirmando que aquella charca no era solo agua. Pero a pesar que nuestros pasos eran pesados y ruidosos, conseguí distinguir entre los juncos una pequeña rana pegada a uno de ellos. En ese instante me detuve en seco y me agaché para observarla mejor. Estuve así quizás un par de minutos, hasta que ella se acostumbró a mi presencia. Ahora esa pequeña rana confiaba en mí. Pero recordé todas las historias que mi primo me contaba cada vez que comparábamos nuestras ciudades y amigos y no dudé en traicionarla. Poco a poco, lo más despacio que pude hacer mis movimientos, mi mano se acercó hacia ella. Cuando estuvo ya a mi alcance, dudé un instante, pero vi de reojo que él también estaba a punto de alcanzar a su presa y de un solo movimiento apresé a aquella pobre rana.
No olvidaré el momento de euforia de aquella tarde, la vuelta triunfante hacia la casa. Pero aquello duró solo dos días. De nuevo volvimos a la charca y todos conseguimos al menos un par de ranas que metíamos en cubos hasta que ya no nos hacían gracia y las dejábamos morir o perderse por los desagües.
Ahora ya no cazo ranas ni exagero las historias, solo intento hacer creer a la gente, que no es bueno traicionarse a uno mismo.


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