Siempre me había preguntado como un ser tan simple era capaz de ser feliz absorbido en un litro de agua y con una ridícula figura, que se quería asemejar a un esqueleto, ocupando su, ya de por sí, reducido espacio. Escuché en uno de esos viejos programas de radio que su memoria alcanzaba los dos segundos. Así que todas sus dudas, angustias, certezas, alegrías y penalidades se esfumaban en aquel periodo tan ridículo de tiempo. Pero a mí no me conseguía engañar, sabía que lo que realmente le hacía feliz era observarme en cada movimiento que realizaba cada mañana. Siempre abriendo y cerrando continuamente su deforme boca.
Trabajaba en una pequeña oficina de uno de esos rascacielos aburridos y estresantes. En un principio era el único momento de paz en todo el día, pero pronto me di cuenta de mi error. Mientras yo estaba tranquilamente trabajando él estaría totalmente libre para hacer lo que quisiera. Podría registrar todas mis cosas, averiguar mis secretos, envenenar mi comida... Salía del trabajo siempre media hora antes. Corría con todas mis fuerzas para llegar cuanto antes a mi casa y vigilar a mi particular enemigo. Ya no cocinaba en casa, pedía toda la comida a domicilio. Solo salía a trabajar las horas justas para que no me echaran, pero si quería acabar con él debía vigilarle las veinticuatro horas del día. Dejé el trabajo y me dediqué a permanecer frente a él. Tarde o temprano cometería un error, y entonces me abalanzaría sobre él y le destruiría para siempre, acabando con todos mis problemas. Observaba sobre todo su gran y anaranjada boca: ahí debía residir todo su poder.
Fue hacía las tres de la madrugada del domingo cuando decidí dar el paso definitivo. Era un ritual complicado pero si seguía bien todas las instrucciones nada podría salir mal. Primero mis piernas se unieron y mis pies comenzaron a transformarse en uno solo. Después lo hicieron mis brazos, reduciéndose a tan solo dos pequeñas protuberancias. Rápidamente le siguió el resto de mi cuerpo. Cuando concluyó, mi nuevo ser cayó de plomo en el agua, justo al lado de mi enemigo.
Ahora podré vigilarle de cerca el resto de mi vida, ya no se escapará jamás. Lastima que mi memoria no sea la de un pez y pueda olvidarme de su triste boca abriéndose y cerrándose, abriéndose y cerrándose, abriéndose y cerrándose...
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Hace 5 semanas
Si Dios se reencarnó en algo, debió ser en un pez. Ahí, quietecito, haciéndose el tonto...
ResponderEliminarA veces envidio la memoria de estas criaturas...
Sí, The seeker, a veces conviene la memoria a corto plazo.
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