domingo, 5 de septiembre de 2010

Nayara


Es hacia la tercera Luna cuando el anciano decide separarlos. Marcharían con el nacimiento del Sol, cuando sus brazos aún estuvieran fríos. Solo partirían Nayara, su hermana, y los dos guerreros más fuertes de la tribu. Debían encontrar comida antes de que las fuerzas se agotaran del todo. Ahora la supervivencia de toda la tribu dependía de ellos cuatro.

El fuego crepita bajo las estrellas. Nayara, tumbada sobre sus espaldas, escruta el cielo preguntándose si realmente aquellos puntos luminosos son las almas de sus antepasados. A su lado, su hermana duerme placidamente mientras los dos hombres se turnan para hacer guardia durante la noche. Cansada, cierra los ojos nerviosa por los acontecimientos que están por llegar.

La tierra ha tenido piedad de ellos. Siguen el rastro de un animal herido. Parece grande y peligroso, pero no tienen otra elección. Caminan sin descanso durante el tiempo que los permite la luz.


De nuevo el fuego vuelve a brillar. Nayara no puede dormir y absorta en las llamas teme que la luz no desee surgir de entre las tinieblas, que quizá haya llegado el fin del mundo que conoce.

Vuelven a caminar tras los pasos de la presa. La sienten ya muy cerca. Restos de sangre manchan algunas rocas. Un fuerte rugido rasga el cielo. Los guerreros nos ordenan escondernos bajo los matorrales pero sin tiempo a reaccionar una enorme bestia se abalanza sobre la hermana de Nayara. Solo se oyen forcejeos y gritos...Después solo silencio.

Mientras los hombres rasgan la piel para acceder a la carne, Nayara cierra los párpados de su hermana y la oculta entre ramas y piedras.

Al final comida. Tragan sin descanso hasta saciarse por completo. Pero es hora de partir. Cargan sobre sus espaldas toda la carne que pueden soportar y comienzan a caminar. El ánimo del grupo es débil, están cansados y vacíos por la pérdida de uno de ellas.

Los tres viajeros se arrastran sobre la extensa sabana. Pero su ánimo cambia cuando divisan a lo lejos la gran acacia donde se asentaba la tribu. Pero sus rostros se desfiguran cuando, ya más cerca, observan los cuerpos inmóviles sobre el pasto. Yacían con los ojos desorbitados y espuma en los labios. Por todos lados se desparramaban decenas de frutos rojizos. Ahora, se encontraban absolutamente solos.

Es el fin del mundo.

Y cogiendo tres frutos del suelo Nayara y los dos últimos hombres de la tribu, se reunieron con los suyos bajo la acacia.

Por fin soy libre, musitó mientras la luz se despedía de ella.



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