Hace algún tiempo encontré por la red un libro que había estado algún tiempo buscando. Bueno, más bien me acordé de él cuando lo descubrí por casualidad trasteando en el buscador de la página. Y allí estaba: "El cuento de nunca acabar". Es un extraño libro donde se mezcla el ensayo con las simples reflexiones y algún que otro relato. Todo sobre el arte de contar historias.
Es de Carmen Martín Gaite, una de mis escritoras favoritas. Tiene una forma peculiar de escribir que se te filtra hasta los huesos. Pero, sobre todo, son sus personajes los que más que te dejan marcado. Tiene la rara habilidad de crear seres de carne y hueso a los que acompañas a lo largo de cada novela.
Ahora releo "Retahílas". La leí demasiado deprisa o en un momento en el que no me podía concentrar por circunstancias que ya no recuerdo y que por tanto no debieron tener demasiada importancia. El caso es que siempre se me quedó colgando como una especie de asignatura pendiente. Sobre todo, porque fue la única novela de Gaite en la que no conseguí filtrame y sabía, de alguna forma, que debía volver a ella. Así, la he redescubierto. La historia no es gran cosa: una muy anciana señora pide morir en el caserón donde ha vivido toda su vida. La acompaña Eulalia, su nieta. Poco después llega Germán, el sobrino de Eulalia, comenzando entre los dos un largo coloquio durante toda la noche. De ese modo, tirando del hilo, hablando primero Germán y después Eulalia, van confrontando sus miedos, sus pasiones, sus desilusiones a lo largo de la vida, encarándose a la vez dos generaciones pero que, en el fondo, tienen los mismos problemas.
Pero me he desviado un poco de lo que quería contar. Es lo que tiene dejarte llevar, que debes seguir el hilo hasta el final de la madeja. Y como decía, observé que el libro se ubicaba en una vieja librería del casco antiguo de Madrid. Sin pensarlo mucho me allí esa misma tarde. Estaba arrinconada en la plaza del dos de mayo. Era una tarde calurosa y la poca gente que se encontraba en la plaza se refugiaba en sombras y refrescos helados excepto por un par de chicas que se sentaban muy juntas sobre un alargado banco de piedra con las manos entrelazadas. Una de ellas con la mirada tan triste que parecía que iba a romper a llorar en cualquier momento sobre el hombro de su amiga. Al pasar junto a ellas, tuve la impresión de que estaban al final de un largo viaje, tan geográfico como sentimental.
Así, pensando en ellas, entré en la librería. Era angosta, opresiva e inestable como casi todas las buenas librerías de viejo de Madrid. No tardé mucho en encontrarlo. Era una edición antigua y ya descatalogada, con unos detallados dibujos de "Miss Mady- el alter ego de Gaite- intercalados en él. Pagué y salí de allí con el libro en el interior de una bolsa de papel.
Entonces me entrometí en el trajín de una de las varias cafeterías que sazonaban la plaza. Era una de esas que intentaban copiar los tradicionales cafés del Madrid del siglo XIX. Me senté en una pequeña mesita junto a la ventana y pedí mi acostumbrado café con leche. Y allí, cuando tomé mi primer sorbo, sentí que ese era mi sitio: con un cafe en la mano, un libro deseado en mi regazo y un pequeño cuaderno sobre la mesa donde anotar la pequeña historia que me surgió mientras caminaba hacia allí. Por supuesto, que la situación se convertería en ideal con la cual compartir la experiencia. Pero que en esos momentos me sentí tranquilo y con la idea de que todo llega cuando tiene que llegar, porque, como dice en ese "cuento de nunca acabar" no vamos de viaje hacia el amor; surge, nos lo encontramos. Es una isla que no viene en los mapas, la isla de robinson, la que estamos persuadidos de haber sido nosotros los primeros en pisar. Aunque claro, el compartir tu café es cuestión de gustos.
El resto solo es prosa que no merece la pena ser contado.
Y dispensen si les ha resultado excesivamente largo...