jueves, 13 de enero de 2011

Pequeñas cosas

Aquiles se sentaba cada día a escuchar el viento. Cogía su radio portatil, desparramaba por el suelo todo lo que cabía en su cesta y se deleitaba sintiendo el tiempo. A veces, cuando el silencio era lo suficientemente grande, se podía oir cantar a las sirenas del otro lado del mar. Otras, cuando el silencio se empequeñecía, simplemente cogía su manzana, su par de emparedados y una lata de refresco y se dedicaba a rastrear el alma de la gente.
Había almas de todos los colores y sonidos y, a veces, también de todos los sabores. Existían almas azules como el de aquella niña rubia que no sabía atarse los cordones o grises como el de aquel señor que siempre iba con los ojos hundidos y el viento de cara. Había almas que sonaban como una nana cantada en voz baja; almas que sabían a chocolate y turrón...
Aquiles se pasaba así horas y horas sentado en el suelo del parque, hasta que ya la luz se marchaba. Entonces recogía todas sus cosas y volvía a su casa caminando lo más despacio posible, para llegar antes a tiempo. 


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