lunes, 20 de septiembre de 2010

La mujer de mis sueños

La veo de espaldas. Con el pelo a la altura de los hombros. Liso y oscuro. Si ladeo un poco mi cabeza puedo adivinar una pequeña trenza de colores que a ella le queda como si fuera parte de su propio cuerpo, de su misma personalidad. Es escasamente más baja que yo. Delgada. Esta sola, apoyada contra la ventana del autobús. Ahora observo sus ojos. Son grandes. Sinceros. Ligeramente asimétricos y de un color caoba claro. Apenas sonríe. Imagino su voz transparente y suave. Envolviéndome como en un arrullo. Sus manos sujetan una gastada carpeta roja. Tiene dedos de maestra infantil. Con las uñas astilladas y colores pálidos en los nudillos. Esta vez intercambiamos una mirada fugaz y pragmática.
Se llama Andrea. Inequívocamente lo supe en el momento en que ella acarició la barra con uno de sus brazos. Solo una persona llamada Andrea puede hacer algo así. Tiene veintidós y le gusta caminar descalza por su habitación. Hoy parece más sonriente. Habla con una amiga de cuestiones intrascendentes, aunque apenas percibo su voz, estoy lejos y arrinconado al fondo del pasillo, frente a una señora malhumorada y sudorosa.

Persigo sus pasos hasta una vieja librería. Va directa a la sección de sociología y tras recorrer con sus dedos el lomo de numerosos libros, rescata un antiguo estudio sobre la población infantil en situación de riesgo social, de tapas azules y  brillantes y de una figura estilizada de apenas unas ciento veintidós páginas. Al volver hacia la salida no puede evitar hojear el último libro de Paul Auster, su autor favorito. Creo que me ha visto. Me miraba de reojo cuando pagaba su libro.
Bastó una mirada intrigante, un pub oscuro, una conversación agradable. Un juego de seducción banal y desmañado que, sin embargo, sirvió para obtener su cuerpo. Pero no fue a ella a quien logré seducir. Mantenía sus ojos y sus cabellos. Su figura. La delgadez de sus brazos y sus piernas. Pero odiaba a Paul Auster y a los niños. Se llamaba Belén y tenía veinticinco años. Su voz era ruda y áspera, aunque no resultaba del todo desagradable y nunca ninguno de sus pies desnudos caminó por el suelo de ninguna habitación. La mujer de mis sueños fue engullida por un personaje hueco y previsible que no tenía nada que decir.

Conversamos al borde de un estanque artificial. Su sonrisa se me hace ahora del todo extraña y ausente. Habla sobre su trabajo y su rutina diaria. La sigo vagamente. Me cuesta concentrarme en sus palabras. No dejo de observar sus salientes nudillos y sus rodillas pequeñas y gastadas. Esta noche hemos quedado para cenar. Nada de lujos. Solo ella y yo en mi apartamento estrecho y desordenado. Seguramente haremos el amor. Espero adaptarme bien a su cuerpo desnudo. Moldear sus sombras con lentitud, bordeando la forma de sus caderas y su vientre, buscando su verdadera identidad.
He besado ya su piel caliente innumerables veces, pero aún sigue sabiéndome a farsa y maquillaje. Su olor me embarga débilmente. Creo que surgió en nuestro primer aniversario. Me di cuenta de que había cambiado cuando nos abrazábamos en aquel viejo mirador. Aquel olor comenzaba a recordarme al de mis sueños. Ahora duerme sobre mi hombro. Vamos camino a Granada. Siempre la quiso visitar. No recuerdo si a mi sueño le gustaba Granada. Pero en algo hay que ceder si quieres conseguir a la mujer que siempre has deseado. Ya no veo sus nudillos tan salientes, aunque sus rodillas sigan pareciéndome gastadas y mínimas. Anoche la volví a llamar Andrea. Esta vez se sonrió e intentó conocer el motivo de mi obsesión con ese nombre.
Hoy he sabido que se descalzó y caminó por su habitación durante el tiempo que se tomaba el café. Me lo dijo ella. Fue un acto inconsciente. Surgió sin más cuando llegó a su habitación con la taza de café en la mano y comenzaron a dolerle los pies. Nos casamos dentro de un mes. Sé que aún su verdadera identidad está atrapada pero será más fácil liberarla cuando vivamos los dos juntos.
Todo se hace ahora demasiado complejo. Cuando siento que estoy cerca de conseguirlo, me sobrecoge con una mirada fría y calculadora que nada tiene que ver con mi ansiada esperanza. Empiezo a creer que lo sabe todo. Que solo está jugando conmigo. Unos días casi pareciera estar frente a mi anhelado sueño, y otros solo es una mera sombra de lo que puede llegar a ser. Ya no sé como lograrlo. Siento que se aleja cada vez más. Temo que haya que resignarme y aceptar como mi verdadero sueño a mi controvertida compañera.

Belén mordisquea una enorme manzana mientras sostiene su mirada en las calles del barrio, de pie, con las piernas ligeramente abiertas. Fuera llueve mansamente sobre los tejados. La observo de lejos, sentado en mi viejo butacón, con una pesada novela en la mano. Hoy está radiante. Diría más bella que nunca. Quizá sea tiempo de cambiar de sueño. Estoy sin fuerzas para continuar descubriendo su secreto. Además, creo que me estoy enamorando de ella. Percibo su cuerpo y su voz como algo natural y cercano, como si siempre hubieran estado conmigo. Aborrezco a Paul Auster y comienzo a hacerlo también con los niños. Me parezco tanto a ella. No he sabido ver su fachada como algo que merece ser observado más de cerca. Debería aproximarme a ella ahora y susurrarle al oído que la quiero con toda mi alma. Que siempre la quise y que jamás dejaré de quererla. Me acerco sigilosamente por su espalda y la abrazo con fuerza, besando su cuello repetidas veces. Le digo al oído todo lo que siento. Ella se vuelve, seria, sosteniendo su mirada contra la mía. Cuando reconozco mi verdadero sueño ya es demasiado tarde. Lo pierdo todo en un instante de debilidad. La mujer de mi vida me puso a prueba... y la perdí.




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