Mi primo llegó cuando aún ni siquiera había dado el primer mordisco a mi bocadillo. Comenzó reprochándome mi decisión de quedarme allí solo. Yo no pude contestarle coherentemente; nunca se me dieron bien las explicaciones y más cuando se trata de explicarle a alguien que no ha estado solo en su vida, el placer de la soledad. Al final todo quedó en un “tú mismo” y un alzamiento de hombros. El abuelo despertó a eso de las seis, lanzándose directamente a por el cubo donde tirábamos las sobras para las gallinas. Siempre me gustaba acompañar a mi abuelo al corral a darlas de comer, pero mi primo me convenció para que nos quedáramos a jugar a las cartas. La verdad es que nos cansamos pronto de jugar y aburridos nos quedamos esperando en la puerta trasera a que regresara mi abuelo. Llegó balanceando el cubo poco después. Cansados, preguntamos a la vez que cuando iríamos al camino. Él nos dijo que fuéramos a llamar a Patricia (mi otra prima), que cuando dejara el cubo y bebiera un poco de agua, comenzaríamos a caminar.
Empezamos los tres caminando rápido y con ganas, con mi abuelo a nuestra espalda paseando con las manos entrelazadas tras de sí. Pronto llegamos al cruce. En ese momento, los tres no paramos y miramos a nuestro abuelo para obtener una última aprobación. Su silencio y el hecho de que no se detuviera cuando se cruzó con nosotros, nos hicieron seguir de nuevo. Poco a poco descubrimos que aquel camino no se distinguía demasiado de los demás. A los lados se extendían los mismos campos y a lo lejos solo se distinguía el horizonte. No recuerdo bien como surgió el tema, pero cuando el paisaje dejó de ser novedoso comenzamos a recordar el invierno. Odiaba hablar sobre mi vida en el invierno. Llegaba al pueblo para olvidarme de la escuela y de mi vida gris, así que cuando llegaba mi turno de hablar de lo que sucedía en mi casa de Madrid, no podía evitar exagerar las cosas y adornarlas casi hasta el límite. Sobre todo cuando mi primo hablaba de cuando se fue con sus amigos a pescar o cuando casi le pilla una vaquilla en las fiestas del pueblo de al lado. Por mucho que me esforzara en superar sus andanzas, siempre hacía algo más y mejor que yo. Así recorrimos gran parte del camino, casi sin mirar lo que nos rodeaba. Ya estábamos todos cansados y decidimos dar media vuelta, pero mirando a lo lejos pude distinguir algo inusual. Les pedí a todos que miraran hacia allá para que confirmasen mi visión. Entonces mi abuelo dijo que aquello era carrizo y que lo más seguro es que fuera una charca. Los tres corrimos hacía allí sin esperar aprobación alguna. Pronto llegamos y pudimos ver que realmente era una gran charca. Estaba rodeada de juncos y fango, pero se podía acercar lo suficiente para ver si estaba seca o no. Mi abuelo llegó cuando ya estábamos recorriendo la charca alrededor suya. Numerosos chapoteos acompañaban nuestro recorrido, confirmando que aquella charca no era solo agua. Pero a pesar que nuestros pasos eran pesados y ruidosos, conseguí distinguir entre los juncos una pequeña rana pegada a uno de ellos. En ese instante me detuve en seco y me agaché para observarla mejor. Estuve así quizás un par de minutos, hasta que ella se acostumbró a mi presencia. Ahora esa pequeña rana confiaba en mí. Pero recordé todas las historias que mi primo me contaba cada vez que comparábamos nuestras ciudades y amigos y no dudé en traicionarla. Poco a poco, lo más despacio que pude hacer mis movimientos, mi mano se acercó hacia ella. Cuando estuvo ya a mi alcance, dudé un instante, pero vi de reojo que él también estaba a punto de alcanzar a su presa y de un solo movimiento apresé a aquella pobre rana.
No olvidaré el momento de euforia de aquella tarde, la vuelta triunfante hacia la casa. Pero aquello duró solo dos días. De nuevo volvimos a la charca y todos conseguimos al menos un par de ranas que metíamos en cubos hasta que ya no nos hacían gracia y las dejábamos morir o perderse por los desagües.
Ahora ya no cazo ranas ni exagero las historias, solo intento hacer creer a la gente, que no es bueno traicionarse a uno mismo.
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